Ella

Hola.
Se ha quedado sola.
Ella está sola.
Se le acaba de erizar la piel. No hace ni una ligera brisa en la habitación. La razón es la que tú sabes, porque estás dentro de su cabeza y ella está dentro de la tuya.
A pesar de eso no le importa demasiado, la costumbre y la reiterada desesperación, las reiteradas ganas de existir hacen que se quede muy muy quieta.
El vecino del piso de enfrente cocina, la luz de su cocina es fría, mis manos están frías, ¿las suyas lo están?.
Ella mira. Tiene una mirada intensa. La tiene triste, me atrevería a decir que está a punto de llorar, pero, si así fuera llevaría un mes a punto de desbordar, así que simplemente se acaba de quitar las lentillas. Está más cómoda sin ellas. Está ciega, en todos los sentidos.
Caos.
No lo entiende.
Le gusta la música francesa, suena Ne me quitte pas, de fondo. Muy al fondo. Pero no hace falta escucharla, se la sabe.
¿Qué pasa si la única manera de no sentirse mal, es dejar de sentir, así sin más, para siempre?
Brel no contesta, se la sabe pero no contesta.
Sus ojos, iba por sus ojos. Son marrones, si te fijas son un poco verdes, pero no demasiado, dependen del humor, pero en cualquier caso brillan, y son felices y tristes. Te ponen feliz. Sus pestañas simulan los rayos de un sol que los humanos nunca conocerán, y que tampoco llegarán a imaginarse jamás. 
Se empieza a deshacer las trenzas, le gusta como queda el pelo después de hacérselas, pero hoy tampoco le ha quedado demasiado bien, supongo que por los ojos tristes y las lentillas.
Suena Wainwright, hallelujah, y luego Joni Mitchell.
Se acomoda en la silla.
Sus labios están brutalmente rojos, como si fuese a estallar una bomba de sangre de ellos, o una de amor, o una de cosas que nunca se han dicho, o una de todo lo que le ha pasado, son todas las palabras que tiene que decir y que demás personas nunca le han dejado gritar. Pero, no pasa nada. 
Echa de menos a mamá. Piensa en ella.
Efectivamente, tenía los ojos a rebosar, de hecho le han explotado los ojos antes que los labios, y el corazón le duele. Piensa en mamá otra vez, en todo lo que no le dice y debería hacerlo. 
Piensa en la abuela. En la dulce abuela. 
Los rayos de sol en forma de pestaña se le van fundiendo poco a poco. Cierra los ojos y no los vuelve a abrir. Ve lo mismo que con ellos abiertos.
Ve mejor que con ellos abiertos.
Oscuro, está muy oscuro.
Tiene alguna herida en los labios, comienza a sangrar muy levemente y pasa su lengua por encima de la sangre de tal manera que la recoge absolutamente toda y filtra el sabor a hierro rápidamente. Es hierro oxidado, muy muy oxidado. Pero le gusta.
Pausa.
Suena Puccini, nadie duerme, al menos ella no. 
Se apoya en la ventana. Todo está oscuro. Nota una brisa, pero no distingue si se la está inventando su cabeza o si de verdad el tiempo no está tampoco de su lado. 
Le da igual.
Vincerò! Venceré! Venceré?
Venceré?
Vencerán las ganas?
Vencerán los poderosos?
Vencerán los luchadores?
Vencerán los que tienen suerte?
¿Quién vence?
Se sienta en la ventana del sexto.
Los pies cuelgan y jamás se había sentido tan ella, tan libre, tan feliz, tan fría.
Vuelve a preguntar: ¿quién vencerá?
Se pasa el dedo por los labios, ni rastro de las heridas, también ficticias. 
Tiembla.
¿Es eso frío?
Basta.
En este juego tú no vences, tú pierdes. Llevas perdiendo todo el rato, deja de jugar. No vales para esto. Otros al menos hacen trampa y lo acaban consiguiendo.
Tú para este juego no vales.

Sus ojos le duelen, habían explotado. Sus labios le duelen, habían explotado. 
Le duele la cabeza.

Suena Enya. Tú ya sabes el final.



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